Esta semana han sido las fiestas de mi pueblo. Toda la población se pasa todo el año esperándolas con ansia, los negocios se preparan para ella porque en realidad es la semana donde hacen el agosto, y como además tienen la particularidad de ser totalmente comunitarias, muchas personas nos implicamos en la organización de actividades. La pena es que ha llovido, en ocasiones más que una simple llovizna. Muchas actividades se han visto afectadas, o como poco deslucidas.
Lo que no me termina de gustar es que este año no me lo haya pasado bien, ni en realidad me apetecía estar de fiesta. Y ha sido complicado explicarlo a quienes me rodean. Porque no significa necesariamente que me pase nada, ni que me encuentre mal ni que esté triste. Sencillamente no tenía ánimo de estar hasta las tantas en la verbena (y eso que el rato que estuve en la de ayer me lo pasé francamente bien) o de pasarme todo el día rodeado de gente y de ruido.
«Estar de fiesta» parece un estado permanentemente deseable, incluso una forma de dar sentido a la vida, sobre todo cuando tienes cierta edad o te mueves por determinados entornos. Estas con tus amigos, bebiendo lo que bebas, escuchando música… pero a lo mejor lo que quieres es estar con tus amigos, y estás a pesar de la música, a pesar de la bebida, a pesar del resto de la gente. Y en realidad es complicado de explicar.
Y lo malo es que acabas o saliendo incómodo por miedo a perderte cosas o directamente perdiéndote cosas. No hay forma de ganar.